Vuela su alma en un sinfín de piruetas. Le pasa raspando a los cables de teléfono, y un loro se queja porque el viento lo asusto a su paso.
Sigue contento, rebosante de alegría, su itinerario de traviesos rumbos.
La escuela, la casa de Luciano, su mejor amigo, de ahí por el campo, hasta volver, del otro lado de la ruta a la parte más poblada.
Le pega una fugaz visita a la casa de su abuela y emprende raudo el regreso…
Pasa por el almacén de don Raúl, el que le pregunta como anda en la escuela, y el le contesta bien, y le regala siempre los caramelos de dulce de leche, por supuesto, con cara de enojado
No se detiene el viaje; por allá abajo, anda Camila, la que siempre lo pelea, pero después lo busca. El otro día se le cayo un diente y se enojó, porque el le dijo cara de piano.
Casi llega a destino, puede ver a lo lejos la cara de su padre, adusta, pensando en cosas de grandes, la comida, el trabajo, que se yo.
Al fin, mientras sobrevuela con pericia su propio continente, escucha a lo lejos su nombre.
-¡Martín!- que raro es escucharlo desde ahí-¡Martiiiin!-
Se amalgama de nuevo, violentamente, cuerpo y alma, y mira como perdido, sin saber bien que es ahora, ente físico o metafísico.
Como sea se levanta, y se va corriendo con su madre.
- Ay Martín, siempre en la luna vos-
El tiene ganas de decirle que no se le ocurrió volar hasta la luna, pero mejor se calla.
Se ahorra un coscorrón… y gana un nuevo destino de visita.
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