El pibe sale de su casa rumbo al baldío contiguo, atrás resuenan gritos y palabras que parecen nubes.
Se frota la cabeza despacito, haciendo inventario de la última paliza.
Un chichón aparece amenazante, y la pierna le duele en la marca del cintazo. Algo bueno, piensa, es que su padre mañana invadido por la culpa, lo tratara bien y hasta quizá le compre algún helado. Si esta sobrio, claro.
Tiene desde ahora unos tres o cuatro días de descanso hasta la próxima epopeya.
Lleva un puñado de azúcar y una botella separada en dos mitades. Falta poco para llegar, escala la montaña de escombros y empieza el descenso.
Baja y se arrodilla entre el pasto, al lado de su hormiguero
Deja agua en una mitad de la botella, y en la otra, el azúcar.
Nada les faltara a sus hormigas mientras el sea su mentor. Hace un puente con maderitas y un techo de piedras, por si llueve.
Detrás de los escombros, en su dominio, es invulnerable.
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